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La Navidad ya había llegado, y con ella, la parte más divertida de todas. Al menos, a ojos de Philip: la de entregar los regalos. Le encantaba; le encantaba hacer cosas por sus seres queridos, que pudieran sacarles una sonrisa. De por sí, no era extraño que a lo largo del año les hiciera obsequios a sus más allegados, por esto mismo. Lo que hacía especial aquel día, entonces, era la tradición, que lo convertía en la excusa para ser todo lo estrafalario que quisiera a la hora de entregarlos. ¿Disfraz de duende? ¿De reno? Los había probado todos. Y desde que tenía a sus sobrinos, aún todavía con más motivo. A ellos les encantaban las locuras de su tío. Y a él, le alegraba poder contar por fin con personas, aunque fueran “en miniatura”, que acogieran con la misma pasión que él, o incluso más, sus esfuerzos por convertir aquellas fechas en un acontecimiento especial.

Para 2018, los planes de Phil se verían condicionados, pues, por las ideas de sus niños favoritos. Se había sentado con ellos, y juntos, mientras coloreaban modelos de dibujos que habían impreso, relacionados con la época, habían debatido largamente cuál sería la mejor forma en que el mayor llevara a cabo su “ronda de Papá Noel”. Finalmente, el veredicto de ellos fue claro: tenía que disfrazarse de este mismo. Era lo más lógico, después de todo. ¡No se podía hacer una ronda de entrega de regalos, sin representar a aquel que las había inventado! Le habían reclamado con sus palabras. Convencido, así fue cómo Philip terminaría encargando aquel mullido disfraz de color rojo oscuro, además de la falsa barba blanca.

“Les va a encantar” se había dicho al mirarse al espejo, mientras se disfrazaba. Para el relleno, no se molestó en ponerse nada, pues de por sí era plenamente consciente de que sus brazos, espalda y pectorales, de complexión ancha, con tan solo llevar ropa holgada se encargaban de traicionarle y darle solos el aspecto de gozar de algo más que unos cuantos kilos de más. Al final del día, gustara más, o gustara menos, sólo la piel descubierta o prendas ajustadas permitían deducir, sin verlo directamente, qué era lo que había realmente debajo de la tela, que la hacía abultar tanto. Eso explicaba por qué muchos de sus compañeros de gimnasio tenían armarios completos con prendas dos veces por debajo de su talla real.

Dedicado, al subir a su automóvil con el enorme saco de terciopelo rojo lleno de regalos, llevaría también en su mano restante un mapa ideado por él mismo, que señalaba el orden en que pensaba recorrer una a una las viviendas de sus seres más queridos. ¿La última? La de un compañero de profesión, dueño de un espectacular penthouse en la zona norte. Aislado del resto, se vio relegado a aquel puesto. Ningún motivo de lástima, en realidad, ya que lo que le diferenciaba era precisamente que vivía en uno de los barrios más caros de la ciudad, inalcanzable para la población media.

Siguiendo su plan, Philip fue tachando una a una las paradas. No fueron pocos los que le invitaron a pasar un rato con ellos, se tomaron fotos o le entregaron regalos de vuelta, de modo que, para cuando arribó en Lincoln Park, ya había llegado la noche. ¡Vaya! Entre unas cosas y otras, ni siquiera había tenido tiempo de comer en todo el día, y ya eran las cinco de la tarde.

Un poco cansado, aunque aún contento, bajaría Philip de su vehículo, y se dirigiría al portal de entrada. Llamó entonces a William, y le pidió que le diera permiso para subir. Después de todo, una vez más, aquella no era una zona vulgar, y las normas de seguridad de aquel edificio impedían que se paseara por él cualquiera. Dado el permiso, el conserje permitió que Philip subiera en el ascensor. Vaya lástima, le hubiera gustado más que su llegada fuera una sorpresa.


Cita sexy escribió:Texto increíble

Soy un spoiler muy...: